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ge levantando la voz. Muy castizo estáis para ser una sombra.

—En el mundo fui socio vuestro.

—¿Podeis... podeis sentaros? preguntó Scrooge con aire de duda.

—Puedo.

—Entonces hacedlo.

Scrooge formuló la pregunta porque ignoraba si un espectro tan transparente podría encontrarse en las condiciones necesarias para tomar asiento, y consideraba que a ser esto, por casualidad, imposible, lo pondría en el caso de dar explicaciones muy difíciles; pero el fantasma se sentó frente a frente, al otro lado de la chimenea, como si estuviera muy avezado a ello.

—¿No creeis en mí? preguntó el fantasma.

—No, contestó Scrooge.

—¿Qué prueba quereis de mi realidad, además del testimonio de vuestros sentidos?

—No sé a punto fijo.

—¿Por qué dudais de vuestros sentidos?

—Porque la menor cosa basta para alterarlos. Basta con un ligero desarreglo en el estómago para que nos engañen, y podría ser muy bien que vos no fuerais más que una tajada de carne mal digerida; media cucharada de mostaza; un pedazo de queso; una partícula de patata mal cocida. Quien quie-