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de la inquietud que la misteriosa figura le habia causado.

El salon, la alcoba, los departamentos de desahogo, todo estaba en órden. Nadie habia debajo de la mesa; nadie en el sofá. En el fogon lucia un mísero fuego: la cuchara y la taza estaban ya dispuestas y sobre las ascuas un perolillo con agua de avena (porque Scrooge padecía un constipado de cabeza). A nadie encontró debajo de la cama; á nadie en su gabinete; á nadie dentro de la bata que estaba, en forma sospechosa, pendiente de un clavo.

Completamente tranquilo ya, Scrooge cerró la puerta con doble vuelta, precaucion que no tomaba nunca, y asegurado contra toda sorpresa, se quitó la corbata, se puso la bata, las zapatillas y el gorro de dormir, y se sentó delante del fuego para tomar el cocimiento de avena.

El fuego era positivamente mísero; tan mísero que no servia para nada en una noche como aquella. Scrooge se vió precisado á aproximarse mucho á él, á cobijarlo, digámoslo así, para experimentar alguna sensacion de calor. El cuerpo del fogon construido hacía mucho tiempo, por algun fabricante holandés, estaba recubierto de azulejos flamencos donde se veían representadas escenas de la Sagrada Escritura. Habia Abel y Cain, hijos de Faraon, reinas de Sabá, ángeles bajando del cielo sobre nu-