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En los almacenes las ramas de acebo chisporroteaban al calor de las luces de gas, y lo teñían todo con sus rojizas vislumbres. Las tiendas de volatería y de ultramarinos lucian con desusada esplendidez, cual si quisieran significar que en todo aquel lujo no tenia nada que ver el interés de la ganancia.

El alcalde de Lóndres, en su magnífica residencia consistorial, daba órdenes a sus cincuenta cocineros y á sus cincuenta reposteros para festejar la Noche Buena como debe festejarla un alcalde, y hasta el sastrecillo remendon á quien aquella autoridad habia condenado el lunes precedente á una multa por haberlo encontrado ébrio y armando un barullo infernal en la calle, se preparaba para la comida del día siguiente, miéntras que su escuálida mujer, llevando en sus brazos su no menos escuálido rorro, se encaminaba á la carnicería para hacer sus compras.

A todo esto la niebla va en aumento; el frío va en aumento; frío helador, intenso. Si á la sazón el excelente San Dunstan, despreciando las armas de que por lo comun se valía hubiera pellizcado al diablo en la nariz, de seguro que le habria hecho exhalar formidables rugidos. El propietario de una nariz jóven, pequeña, roída por aquel frío tan famélico como los huesos son corroidos por los perros, aplicó su boca al agu-