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Nada se me proporcionó: en todas partes me miraban con curiosidad y recelo. Por más que hice no podia aparentar un punto medio entre el hijo de buena familia y un vagabundo.

No quiero describir mi existencia en tan amargos días. Mis esperanzas y mis recursos menguaban. No veia á Felipe ni queria verle por evitarle compromisos; habia renunciado á buscar empleo, y estaba decidido á no volver á mi casa.

Una mañana en que me paseaba desfallecido de hambre, aunque con mis seis peniques en el bolsillo, temeroso de que la vista de una pastelería los hiciese saltar, ví á un anciano judío que no tenía nada de elegante ni de limpio, acurrucado en el primer peldaño de una escalera. ¿Habrá muerto ese viejo? dijo el mozo de una taberna al pasar yo.

El anciano judío levantó los desmayados ojos y entonces observé que su rostro no tenía nada de innoble. Me puse a mirarle y ví que era de avanzada edad, que estaba escuálido, hambriente y cubierto de andrajos. Me tendió la mano, aunque sin demandar limosma, y seguí adelante, pero me ocurrió en el acto la idea de si iba á morirse.

Los seis peniques me saltaron en el bolsillo. Luché entre darlos al viejo y quedarme como él ó distribuirlos, pero ¿cómo si no tenía cambio que devolverme? ¿Fué una