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dadoso como lo era, se sometia sin murmurar á las disposiciones de su mujer.

Cuando ví disipada toda esperanza de que nuestros males tuvieran remedio, me pareció que no habia más recurso que proceder á mi evasion, porque nadie se había olvidado de esto y todos me daban bromas acerca de ella; tanto que Percival, mi deudor en 18 peniques desde inmemorial, los pidió prestados para devolvérmelos, y otro compañero con quien reñí solicitó mi perdon, y todo porque aguardaban mi escapatoria.

El temible sábado llegó. No quedaban más que una comida, último aplazamiento otorgado á la señora Glumper y á mí.

—Si hoy nos da una comida tolerable, dijo Rogers, te juro por Júpiter que renunciarás á tus proyectos.

Tambien salimos chasqueados. Hubo abundante arroz, muy abundante, para que no probáramos del siguiente plato, y despues del arroz el horripilante pastel de aspecto pretencioso, como el de los charlatanes, pastel que contrastaba extraordinariamente con el de mi madre.

Mientras mis compañeros se entregaban á las minuciosas pesquisas acostumbradas, la señora Glumper gritó con campanuda voz:

—-El señor Trelacony no probará nada hasta que se haya comido hasta el último grano de arroz.