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me entregaron, durante las horas de descanso una gran cesta que venía escoltada por gran número de estudiantes. La tal cesta contenia en su cavidad, porque aunque grande tenía una cavidad limitada, un pastel de beefsteak, pero de verdadera carne de ternera con huevos duros y otros alicientes; una sorprendente coleccion de golosinas; un monumental volteado, llamado así porque un niño dando cien vueltas en torno del pastel no sabia decir cuál de los lados era el más apetitoso; si el de azúcar ó el de la manteca, y por último, una empanada que por su fenomenal tamaño no vacilo en decir que me asustó.

Carta ninguna, pero las señales eran buenas: los embajadores aquellos decian elocuentemente que no se queria dejarnos morir de hambre. Como á nadie se le ocurrió la idea de guardar los presentes, se echaron suertes y un grupo de diez escolares, del que formábamos parte Rogers y yo, por mi carácter de anfitrion, acabó muy luego con el contenido de la cesta.

A los dias buenos sucedieron los malos. La comida no mejoró nada absolutamente. El aspecto de la señora Glumper indicaba algo que Rogers, conocedor profundo de la naturaleza humana, explicó favorablemente, en el sentido de resistirse á las dispendiosas exigencias que se le imponían.

¡Ah! Rogers se equivocaba. La alimen-