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Su figura literaria me es tanto más simpática y digna de efusivos encomios, cuánto que además de su obra libresca ha fomentado el arte con la fundación y mantenimiento de revistas a cuyas páginas les ha cabido el prestigio de albergar lo más florido de nuestra intelectualidad. Y aunque no es el caso hablar aquí sino de su reciente libro, no puedo dejar de pasar por alto la decidida dilección que él guarda por los artistas chilenos y lamento en esta ocasión no poseer la florida fluidez de una Sevigné para espiritualizar una crónica de esas, sus íntimas reuniones intelectuales en que Max Jara suele ser el oficiante y de la Vega, Pedro Siena, Guzmán C., Cruchaga, Munizaga Ossandón, el infortunado poeta nicaragüense Alberto Ortíz, Barella y otros más, los fervorosos oyentes.

El concepto bastante elevado que de su personalidad me había formado —que es el de un joven laborioso, según lo constata la lista de sus obras próximas a publicarse, muy versado en literaturas antiguas y modernas y con una opinión clara del arte— no podía menos que verse corroborado y cumplido en el presente volumen.

En él, si bien se evidencia el conocimiento de las literaturas extranjeras, se revela también un temperamento artístico personal y potente que le ha impedido estrellarse en los escollos de todas las exageraciones a que ineludiblemente le hubieran conducido las anarquías demoledoras de la poesía francesa contemporánea sino hubiese sido asistido por su claro concepto del arte y su sentimiento intrínseco e individual. Se especializa su obra por la introspección psicológica, que el autor ha sabido investir fidedignamente, y por una inquietante tortura espiritual que suele manifestarse a veces en complegidades morbosas. Tales especiales estados