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I

Mi amigo D. José Mármol retrató en rasgos perfectos a esta pobre criatura, que la fatalidad había colocado bajo el poder paterno de Rosas, el tirano sangriento. Ese retrato, palpitante de verdad, no ha derramado sin embargo, sobre la fisonomía de nuestra compatriota, ninguna de las muchas sombras de dolor que han debido nacer de ese corazón comprimido, domeñado, desde los primeros latidos de su vida; el escritor respetó el santuario de esas impresiones silenciosas, tal vez por piedad de esa infeliz; pero nosotros no debemos dejar de señalar a los hombres, la primera víctima, la más martirizada de todas tal vez, porque también nuestra misión es fatal, y por lo tanto imprescindible. Si en los estudios puramente fisiológicos que nos propones de las impresiones íntimas de esa mujer, tocamos alguna llaga no bien cicatrizada aún, la pedimos perdón, y la rogamos acepte nuestra pena: sabemos lo que vale en la vida, hacer siempre enmudecer el alma, ahogar los más puros y dulces deseos, y tener que roer dentro de sí mismo la pasión que se desborda, que diseca la existencia, y que no es lícito comunicar a nadie sino a Dios en los coloquios solitarios del deseo.

La naturaleza dotó a Manuela Rosas de uno de los tipos más graciosos y picantes, que conoce la raza porteña, tan aplau-