su coro. El pliegue de su boca es como el gesto de Júpiter, la orden que marca el tono y el carácter del día. Omnipotente en ese reinado puramente mímico, educada por las diferentes situaciones de la política paterna, Manuela es hábil en el rol que desempeña, y esa naturaleza dispuesta a todos los progresos, se ha desarrollado admirablemente en ese sentido; pero su vida intima, su existencia de mujer, ha sido nula, estéril, descolorida hasta hoy.
Y los treinta años han llegado ya; las flores de su guirnalda han sido marchitadas por la mano del tiempo; las ilusiones ardientes de la primera juventud, aquellas que los poetas cantan y son tesoros inapreciables en la vida, murieron y murieron para siempre. La atmósfera forzada en que se abrió esa flor, gravita todavía sobre ese tronco que no ha dado frutos. La naturaleza vive sin embargo, en el corazón de esa mujer, como en las viñas durante la estación del invierno, fresca y poderosa; pero para Manuela la primavera es fría y estéril como el invierno. Es como el arbol parásito que el viajero descubre sobre la corona de una roca, sin hojas, sin verdor, sin aromas. Bueno para indicar un rumbo, como lo indicaría una piedra, pero muerto para su especie y para los usos naturales.
Es sin duda un nuevo género de tormento el que esa criatura ha probado: todo le sobra, lujo, posición, aduladores, comodidades, vasallos, corte, damas, y la vida debe serle insoportable.
¡Si pudiésemos dejar correr nuestra imaginación y revelar lo que ella nos dice! Si pudiésemos estampar aquí uno de aquellos soliloquios de esa criatura, luego que se ha despojado de la máscara de arlequín, y, fatigada de todo ese mundo de mentiras, se retira a su lecho a vivir un momento para sí, a pedir en el fondo de su pecho y sus ojos preñados de lágrimas lo que su