hasta importuna en el espacio de veinticuatro horas, según el gusto y el genio del personaje que tenía el mandato de fascinar. Las fisonomías diplomáticas del astuto y frío anciano Mendeville, del elegante y apasionado Mareuille, del loco y estrafalario Lord Howden, han encontrado siempre un rasgo armónico en la de esa pobre niña, que a fuerza de obediencia, tuvo que dar a su fisonomía y a su espíritu, los mismos colores de las de esos hombres tan versados en la ciencia de la mentira. Este trabajo diario debió producir hábitos, y esos hábitos una victoria completa sobre la naturaleza de esa mujer: hoy Manuela es todo, menos ella misma.
¡Pero para llegar a una transformación semejante, cuánto esfuerzo, cuánto sacrificio, cuánto estudio sobre sí misma! Figuraos una joven de dieciocho años, bonita y elegante, rodeada de todos los atractivos y de todas las comodidades de la vida, dotadla de esa alma fogosa de las mujeres de su edad, y de la imaginación que les hace ver en cada uno de los objetos un mundo de ilusiones y de placeres; prestadla por un día solo aquel sueño dorado de la vida libre, y decidme luego, que la hija de Rosas, en medio de su fausto, en el trono que los adulones le construían día a día, dispensando favores, o repartiendo la limosna de su sonrisa forzada, era más una mujer feliz que una víctima deplorable.
Ahora diez años, el corazón de esa mujer luchaba todavía consigo mismo; entonces el brazo sanguinario de su padre hacía rodar las cabezas de los hombres por las calles de Buenos Aires, y las familias aterradas por sus deudos, veían en Manuela el ángel salvador. ¡Cuánta madre, de rodillas, bañado el rostro con las lágrimas del miedo y la congoja, no ha suplicado a esa infeliz, que también lloraba, por la vida de un hermano, de un esposo, de un hijo idolatrado! ¿Y qué ha hecho Manuela