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garro y arrellenándose en "un sillon de la sala, empezó á balancearse en él, siguiendo con la vista, las caprichosaS nubecillas de humio que despedia su aromático cigarro.

El exterior del amigo de AguiJar, era el del hombre mas tranquilo.

Pedro regresó un momento despues.

—¡Cómo te ha ido! le preguntó Jaime.

—Muy bien señor, le dige á D. Blas; lo que Vd. me ordenó decirle.

—Toma Pedro: Jaime dió dos onzas al cochero.

—Dentro de diez dias, dirás á Aguilar, lo siguiente: "La señora me ha mandado decir que la espere esta tarde."

—Cumpliré como Vd. me lo manda.

—Jaime salió de la casa de la protectora de la infeliz demente.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Habian pasado los dias que Jaime habia señalado á Pedro.

Eran las tres de la tarde, y el jugador estaba en casa de Aguilar.

El cochero se presentó delante de ambos.

—¿Qué ocurre Pedro? preguntó el asesino.

—La señora me ha mandado decir que la espere esta tarde.

—¿Cómo á qué hora?