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róico de la Independencia Americana, Gefe Supremo, Brigadier General D. Juan Manuel de Rosas.

—¿Qué dices de Rosas? Preguntó Carlos; que preocupado con sus pensamientos, no habia oido mas que las últimas palabras de su amigo.

—Decia y digo: contestó este, que cada vez que se habla de ir á la alameda de noche, un recuerdo lúgubre y siniestro viene á herir mi imaginacion. El recuerdo de la sangrienta época por que cruzó nuestro desgraciado pais. El recuerdo de las innumerables víctimas del foragido Rosas. El recuerqo de los malogrados Linca, Oliden; Meson, y tantos otros distinguidos é ilustrados jóvenes que al abandonar los lares paternos, para ir á engrosar las floridas filas del ejército que formaba el bizarro General Lavalle para derrocar el trono ensangrentado del verdugo de nuestra patria; caian en esa misma alameda bajo el puñal sangriento de los manchados servidores del tigre de Palermo.

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Tomaronse del brazo ambos amigos y se encaminaron á la álameda, luchando con la numerosa concurrencia que despejaba la plaza y qué á manera de un enojado mar se révolvia para ir á precipitarse en las clles de la iluminada ciudad. Bajaron Carlos y Arturo á la alameda despues de haber atravesado la Plaza de Mayo contigua á la de la Victoria, y se sentaron cómodamente en uno de los

escaños que primeramente se presentaron á su vista.