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con los programas. Aquellos libros no eran un mero adorno. Sabíamos usarlos inteligentemente. Les dedicábamos todas las horas de lectura y las vacantes por falta de profesor. Trabajábamos con tanto más placer cuanto que no teníamos celadoras. Sabíamos que el vigilante sólo es necesario donde los individuos no se gobiernan a sí mismos.

"Sentíamos" el deber, cuya sola noción es tan difícil inculcar artificialmente.

En sus horas de clase, Miss Mary rara vez nos "tomó la lección". Y si lo hacía, como curso de composición oral, era para cerrar la exposición con su eterno: "Eso lo explica Milne Edvards o Spencer; ¿y usted qué dice?"

Cada punto esencial era debatido de acuerdo con los hechos observados por nosotros y por ella; con las teorías más razonables que cada uno de nosotros — dividiéndonos con anticipación el trabajo — buscaba, rehacía, exponía o criticaba. Sobre todo, criticaba.

Cuando faltaba un profesor era invariable la pregunta de Miss Mary: "¿Qué aprendió usted el jueves de 1 a 2?"

¿Por qué prefería enseñar ciencias naturales?

Miss Mary creía a esa ciencia la única capaz de desarrollar en la juventud la ley de la belleza, de la energía y de la verdad en eterna formación; de abrir la imaginación juvenil al amor y al respeto ante la vida, llámesela hierba, flor o gusano; de hacer sentir al neófito el peso de la responsabilidad al transmitir conscientemente la vida; de inculcarnos