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y, en las lenguas muy evolucionadas, sobre todo, el valor mental y, lo que es peor, por constituir un serio peligro, el valor fonativo del lenguaje supera en mucho al valor real.

Ahora bien, si suministramos a la inteligencia infantil palabras antes de prepararlo, por el esfuerzo propio, a recorrer, de la sensación-percepción a la abstracción, un camino semejante al que recorrió la humanidad, ¿cómo extrañar que el niño no com-. prenda lo que estudia, no ame la lectura o que se desarrolle en él ese hábito nefando de aprender de memoria o esa afición desordenada a almacenar palabras y palabras sin preocuparse de lo que encierran, enorgulleciéndose sólo por el número y el buen sonido?

No siendo aún capaz de abstraer por sí mismos y viéndose premiados a retener abstracciones, el niño hace un llamado a su plástica memoria y almacena series de sonidos o de formas. Como esa inteligencia no ha recorrido las etapas que llevan de la sensación a la abstracción, pasando por el juicio y por el raciocinio, las palabras, así ingeridas y fijadas, se mantienen asociadas entre ellas, pero aisladas de la realidad objetiva y de la realidad mental. Pero como, al mismo tiempo, la palabra es el alimento sintético necesario a la evolución de la mente humana, el niño la recibe y conserva con placer y, a pesar de todo, con algún provecho. Siéntese seducido por las relaciones que despierta, por la belleza intrínseca de esa conquista humana, por