de rutina y de convencionalismos, buscaba en la ciencia y en la conciencia sus inspiraciones. Aquélla le hizo decir, en forma que debió molestar beatíficas susceptibilidades, cual debía ser el rol de la mujer, – soltera, esposa o madre, – en su convivencia con el hombre: no su pupila como lo quiso la antigüedad tributaria de la fuerza y lo quiere la época moderna, amamantada en aquélla, sino su igual por la mente y por el corazón, sin desmedro del rol diverso que la naturaleza ha asignado a los sexos en las más nobles funciones de la progenitura y de la educación. Y lo que dijo al respecto, con la varonil pureza de una Diana, acentuó en ella aquellas condiciones de integérrima virtud, sin las cuales sería lujo estéril o peligroso la inteligencia y puente de perdición la sensibilidad.
Su razón, fortificada por el estudio, y la comparación de la sociabilidad embrionaria a que pertenecía con las antiguas sociabilidades europeas y asiáticas que visitó, la llevaron a despreciar el engaño de religiones que no resuelven misterios, ni acarrean consuelos, ni proporcionan felicidad, ni garantizan la paz, y que ahora mismo, a la sombra de cruces y de medias lunas, ahogan en mares de sangre la civilización que creían basamentar.
Inclinémonos ante la maestra fervorosa, ante la mujer fuerte; imitémosla; y para que su vida y su enseñanza se perpetúen entre las presentes y futuras generaciones, no olvidemos que se le debe el libro que recoja todo lo que ella dijo, que es