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SANTIAGO CALZADILLA

parece que quieren atravesar alguna caja de hierro repleta de alro que suena, y se deslizan al impulso de los fuertes puños sajones (O de los que se quieren hacer sajones), serios y poco impresionables, sangre inglesa, compatriota de las libras esterlinas.

Alla van por aquellos rios, que poetizan los arboles y que predisponen al sentimentalismo, por no decir al amor, reflejando los sauces llorones tan iindos y majestuosos que adornan sus orillas...

¡Reman, para fortalecerse!

¡Dichosos ellos!... yo los admire, pues siempre he estado en la otra alforja!...

Pero también se mecen en aquel cristal de las aguas, los vaporcitos tripulados por muchos argentinos, en Charla perpetua y franca, llena de alegrias bulliciosas, atribuciones todas de nuestra raza, a que predispone un sol explendente que calienta nuestra sangre al abrigo de un cielo en donde no hay nubes eternas ni caen nieves (porque para hacer los helados, hay que traer las maquinas o las heladoras de afuera).

Es por esto que tenemos un corazón tal cual, y un alma de esto que estalla.

Reflexionemos un poco.

Se observa, en general, que las mujeres se aman poco unas a otras, naturalmente porque son rivales (ha dicho un célebre autor). Que sus amistades no llegan jamás a sacrificar una pasión, y que los únicos lazos que las pueden contener son los secretos de amor cuyas revelaciones temen unas de las otras. Por esta razón cree el mismo Montaigne que la mujer es incapaz de una amistad verdadera, porque no tiene bastante fuerza de alma, ni esta libre de preocupaciones contra otra mujer, y que sólo con el hombre, o con los niños, se exaltan sus afectos hasta el heroismo.