Sobre unos trajes blancos, generalmente sencillos, sin adornos de coloretes chocantes, sino matizados con cinturones, las más veces celestes, simblizando el patriotismo, con que aprisionaban aquellos lindos cuerpos de mujeres que voy a citar en seguida, y que bajo sus dominios tenian aquella mozada de lindos tipos (que también nombraré), productos de la raza española sin mezcla de gringo, o gringa, que, si embellece el todo del nuevo producto, descompone, agrandando las extremidades. Ya ustedes saben a lo que aludo.
Entre los mozos, como aqui llaman las muchachas a los jovenes, hubo dos que si nada debieron a la belleza, tenian, en cambio, la gracia, natural y festiva en el decir; eran hombres ocurrentes y muy festejados de todo el mundo. El uno fué el doctor don Nicanor Albarellos que quedé cojo de resultas de una herida de bala en la pierna; y el otro el conocido Ibarvals (de Salta), estudiante de la Universidad, en donde hacia raya entre los demás de su clase.
Ibarvals era más alto que Albarellos, y cuando al encontrarse se saludaban de una a otra vereda, éste le hacia sentir su superioridad, indicándole con la mano que quedaba más abajo, hasta que un dia que Ibarvals venia distraido, al encontrarlo Albarellos se trepá a la reja de una ventana en la calle Florida, por donde merodeaban ambos, y desde alli lo saludo, dejándolo vencido, pues no tuvo una igual donde treparse Ibarvals a su vez. Y estas cosas no pasaban desapercibidas; pues las historietas iban luego a parar a los salones con los correspondientes comentarios.
Asi vivian éstos en perpetuo jolgorio con todo el mundo; recuerdo el episodio de una carta dirigida a un condiscipulo no muy aventajado en sus estudios de la Universidad.