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SANTIAGO CALZADILLA

pues para pegar una tendida, hace que se asusta y se encabrita. No necesita de remedios ni agua de janos, y esto no es poesía ni mala voluntad; al contrario, es la pura verdad. Y así son también esos pobres gauchos de la pampa, raza desheredada por nosotros mismos, pero a los cuales su leal y franca, altivez, junto al amor, siempre puro a su libertad, impide que se sometan, por más humilde que sea su condición, a esos mil servicios viles, que hombres de afuera, y menos escrupulosos, hacen con tal de recibir dinero.

Hemos visto en Europa con la que fué la compañera de nuestra vida, a qué bajo nivel colocan allí a las mujeres que, en los campos, más que los hombres mismos, trabajan labrando la tierra, como el mismo buey.

El gaucho desaparece; ¡quién lo creyera! con los bríos de la patria, y cuando vayamos a necesitar de ellos como de nuestros sufridos caballos, hemos de ver que los pocos que quedaban de éstos los hemos vendido al ejército inglés, italiano o belga.

Cuando la campaña del desierto en 1833, que hizo Rozas antes de encaramarse al poder, pasaron el crudo invierno en las Sierras de la Ventana, de Guaminí o de Carhüel, de donde fueron desalojados los indios por nuestras tropas vestidas de verano, pues es como una maldición que jamás el soldado argentino tenga a su tiempo el uniforme que necesita. En medio de aquellos fríos atroces, Rozas dió un santo y seña concebido en estos términos:

La intemperie fortifica

Dijo, y realmente fué así, pues nadie se enfermó, ni los 40.000 caballos que llevaban murieron por