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CAPÍTULO V


Recordarán ustedes que en mi anterior capítulo les hablé del compromiso que tenía de explicar a una señorita amiga mía... linda, por supuesto, (pues que para fealdades yo me basto y aún me sobro) el porqué de esas balas que orgullosa ostenta la torre de Santo Domingo a los y a las que observan y que recuerdan la Invasión Inglesa de 1807.

No trato de historiar, que para eso está el señor Ministro doctor don Vicente F. López. No, señor: no me meto en eso, pues, en cuanto me equivocara en una línea, caerían encima de mí, sin misericordia alguna, los miles de historiógrafos que tan repentinamente han surgido; creo sea de ello testimonio lo sucedido en el asunto de las peras de agua, cuya discusión absorbió quince días de rectificaciones lo menos. ¿Cuántas semanas me machacarían sobre... si fueron galgos o fueron podencos? Pues bien: anticipándome a las observaciones, diré desde ya, que fueron podencos.

Sepan mis lectoras que desde los corrales del Miserere (hoy Once de Septiembre), creyendo tener la breva pelada, y que se la llevaban así a la fija, mandaron a los soldados sacar las piedras de los fusiles, que eran de chispa como los que