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LAS BELDADES DE MI TIEMPO

do cosas viejas), era un caballero galantísimo, como dicen todos, a quien en nada se parece el hijo, su homónimo, sin embargo, en el nombre; su platonicismo lo hacía doblemente apreciable en aquella sociedad austera y moral (sin temporadas) por sus inofensivos amores, que jamás ultrapasaron los límites del decoro y de la merecida consideración a las bellas.

Es por esto que Mariano Varela le contaba cierto día a un amigo suyo, presentándome a él, que yo era padre de mi señor padre ¡explique usted este misterio, del cual resulta que mi padre viene a ser hijo mío, y que el uno puesto al lado del otro aparece más cuidadoso y esmerado, mas paquete, en fin (estilo de la tierra), lo que en Chile llaman futre y en Lima pinganilla: todo ello, según las genuinas reglas de la educación; siempre enguantado aun para jugar al billar, cuidándose las manos para la guitarra que ejecutaba, sino con marcada destreza, con gusto y sentimiento (eso sí): los valses de Sor, y de Aguado, en un instrumento que mandó traer de España, por Ochoteco, su amigo, de la casa de don Pedro Sáenz de Zumarán, de quienes fué también muy amigo. Cúmpleme consignar aquí uno de los episodios ingleses —el de las balas de la torre de Santo Domingo, cuya narración debo a mi padre. —Con ello satisfaré la curiosidad de una amiga que me preguntaba: ¿qué representan esas balas incrustadas en la torre de la iglesia? lo que sacaré a relucir (en otro capítulo) de la histórica curiosidad, desde que soy hijo de mi abuelo y vengo a cazar al vuelo mi noble progenitura; pues abuelito, don Gregorio Calzadilla que me crió tan voluntarioso, como que me había destinado al servicio de la Iglesia, y por esto me hacía el gusto en todo, vino con el virrey Sobremonte de empleado para la aduana de Monte-