fera, la inspeccionaba, la pasaba revista diariamente, como si en sus ojos vivos y astutos de viejo fuerte guardase toda el agua del lago y los innumerables árboles de la Dehesa.
No derribaban un pino en la selva sin que inmediatamente lo notase á gran distancia, desde el centro de la laguna. ¡Uno más!... El claro que dejaba el caído entre la frondosidad de los árboles inmediatos, le causaba un efecto doloroso, como si contemplase el vacío de una tumba. Maldecía á los arrendatarios de la Albufera, ladrones insaciables. La gente del Palmar robaba leña en la selva; no ardían en sus hogares otras ramas que las de la Dehesa, pero se contentaba con los matorrales, con los troncos caídos y secos; y aquellos señores invisibles, que sólo se mostraban por medio de la carabina del guarda y los trampantojos de la ley, abatían con la mayor tranquilidad los abuelos del bosque, unos gigantes que le habían visto á él cuando gateaba de pequeño en las barcas y eran ya enormes cuando su padre, el primer Paloma, vivía en una Albufera salvaje, matando á cañazos las serpientes que pululaban en la ribera, bichos más simpáticos que los hombres del presente.
En su tristeza ante el derrumbamiento de lo antiguo, buscaba los rincones más incultos del lago, aquellos adonde no llegaba aún el afán de explotación.
La vista de una noria vieja causábale estremecimientos, y contemplaba con emoción la rueda negra y carcomida, los arcaduces desportillados, secos, llenos de paja, de donde salían las ratas en tropel al notar su proximidad. Eran las ruinas de