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V. Blasco Ibáñez

de la vecindad, tenderse al pie de un pino y pasar las horas oyendo el canto de los gorriones en las redondas copas, ó contemplando el aleteo de las mariposas blancas y los abejorros bronceados sobre las flores silvestres.

El abuelo le amenazaba sin resultado. Intentó pegarle, y Tonet, como una bestiecilla feroz, se puso en salvo, buscando piedras en el suelo para defenderse. El viejo se resignó á seguir en el lago solo como antes.

Había pasado su vida trabajando; su hijo Tono, aunque descarriado por las aficiones agrícolas, era más fuerte que él para la faena. ¿Á quién se parecía, pues, aquel arrapiezo? ¡Señor! ¿De dónde había salido, con su resistencia invencible á toda fatiga, con su deseo de permanecer inmóvil, descansando horas enteras al sol como un sapo al borde de la acequia?...

Todo cambiaba en aquel mundo del que jamás había salido el viejo. La Albufera la transformaban los hombres con sus cultivos y desfigurábanse las familias, como si las tradiciones del lago se perdiesen para siempre. Los hijos de los barqueros se hacían siervos de la tierra; los nietos levantaban el brazo armado de piedras contra sus abuelos; en el lago se veían barcazas cargadas de carbón, los campos de arroz se extendían por todas partes, avanzaban en el lago, tragándose el agua, y roían la selva, trazando grandes claros en ella. ¡Ay Señor! ¡Para ver todo aquello, para presenciar la destrucción de un mundo que él consideraba eterno, más valía morirse!

Aislado de los suyos, sin otro afecto que el amor profundo que sentía por su madre la Albu-