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V. Blasco Ibáñez

Iban á cultivarlo todo; echaban tierra y más tierra sobre el lago. Por poco que él viviese, aún había de ver cómo la última anguila, falta de espacio, se marchaba moviendo el rabo por la boca del Perelló, desapareciendo en el mar. ¡Y Tono metido en esta obra de piratas! ¡Habría que ver á un hijo suyo, á un Paloma, convertido en labrador!... Y el viejo reía como si imaginase un suceso irrealizable.

Pasó el tiempo y su nuera le dió un nieto, un Tonet, que el abuelo llevaba muchas tardes en brazos hasta la orilla del canal, ladeando la pipa en su boca desdentada para que el humo no molestase al pequeño. ¡Demonio de muchacho, y qué guapo era! La larguirucha y fea de su nuera era como todas las hembras de la familia; lo mismo que su difunta: daban hijos que en nada se parecían á sus progenitores. El abuelo, acariciando al pequeño, pensaba en el porvenir. Lo enseñaba á los camaradas de su juventud, cada vez más escasos, y vaticinaba el porvenir.

«Éste será de los nuestros: no tendrá más casa que la barca. Antes de que le salgan todos los dientes ya sabrá mover la percha...»

Pero antes de que le salieran los dientes, lo que ocurrió para el tío Paloma fué el hecho más inesperado de su vida. Le dijeron en la taberna que Tono había tomado en arriendo, cerca del Saler, ciertas tierras de arroz, propiedad de una señora de Valencia, y cuando por la noche abordó á su hijo, quedó estupefacto viendo que no negaba el crimen.

¿Cuándo se había visto un Paloma con amo? La familia había vivido siempre libre, como deben