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V. Blasco Ibáñez

En las noches de invierno parecían náufragos refugiados en una isla desierta. Ni una palabra entre ellos, ni una risa, ni una voz de mujer que los alegrase. La barraca tenía un aspecto lúgubre. En el centro ardía el fogón á nivel del suelo, un pequeño espacio cuadrado con orla de ladrillos. Enfrente el banco de la cocina, con una pobre fila de cacharros y antiguos azulejos. Á ambos lados los tabiques de dos cuartos, construídos con cañas y barro, como toda la barraca; y por encima de estos tabiques, que sólo tenían la altura de un hombre, todo el interior de la techumbre negro, con capas de hollín, ahumado por el fuego de muchos años, sin otro respiradero que un orificio en la montera de paja, por donde entraban silbando los vendavales de invierno. Del techo pendían los trajes impermeables del padre y del hijo para las pescas nocturnas: pantalones rígidos y pesados, chaquetas con un palo atravesado en las mangas, la tela gruesa, amarilla y reluciente por las frotaciones de aceite. El viento, al penetrar por el boquete que servía de chimenea, columpiaba estos extraños monigotes, que reflejaban en su grasienta superficie la luz roja del hogar. Parecía que los dos habitantes de la barraca se habían ahorcado de la techumbre.

El tío Paloma se aburría. Gustábale hablar: en la taberna juraba á su gusto, maltrataba á los otros pescadores, los deslumbraba con el recuerdo de los grandes personajes que había conocido; pero en su casa no sabía qué decir, su conversación no merecía la menor réplica del hijo obediente y callado, perdiéndose sus palabras en un silencio respetuoso y abrumador. El barquero lo declaraba