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plantíos había cundido por las sabanas y los bosques. En aquellas regiones donde el suelo está aún virgen y la vegetación es tan feraz, la quema de un bosque va acompañada de singulares fenómenos. De lejos, y aun antes de verlo, se oye el incendio rugir con el estruendo de una catarata; los troncos de los árboles que estallan, las ramas que chispean, las raíces que crujen dentro de la tierra, las crecidas hierbas que susurran, el silbido de las llamas al lanzarse por la atmósfera, todo despide por el aire un sordo rumor, que ya mengua o ya redobla con los estragos del destructor elemento. A veces se mira un cinto de verdes árboles que por largo espacio rodean con sus intactas copas el foco de la ardiente hoguera. De súbito aparece en el extremo del fresco cortinaje una lengua de fuego: una culebra de azuladas llamas asciende en veloces roscas por los troncos, y con instantánea mudanza, el frente todo del bosque desaparece bajo un velo de oro movedizo; todo arde a la vez y se consume. Entonces un dosel de humo baja por intervalos, movido por los ímpetus del viento, y envuelve a la llama entre sus sombras. Corre y descorre los pliegues de su opaco manto, se eleva y se abate, se disipa y se espesa; ya vence la obscuridad, y ya una franja de esplendente fuego resalta con vigor en los contornos; ya, por fin, resuena un violento estallido, y la franja desaparece, y el humo se levanta y despide al disiparse una lluvia de rojizas pavesas, que por largo espacio va cubriendo la tierra.