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XX

El castillo de Galifet quedaba arruinado, nuestras haciendas habían desaparecido, y era tan excusado cuanto imposible permanecer por más largo tiempo entre aquellos escombros. En la tarde misma regresamos al Cabo.

Llegados allí, una fiebre ardiente se apoderó de mí. Los esfuerzos que hube intentado para domar mi desesperación eran demasiado violentos, y la cuerda, estirada sin mesura, saltó, y caí en un profundo delirio. Todas mis esperanzas burladas, mi amor profanado, mi amistad vendida, mi porvenir perdido, y, sobre todo, los implacables celos, trastornaron mi juicio, y juzgaba sin cesar que veía las llamas circular por mis venas. La cabeza se me partía y las furias me desgarraban las entrañas. Me representaba a María en poder de otro dueño, de otro amante; en poder de un esclavo, de Pierrot. Dicen que en aquellos momentos me arrojaba del lecho, y eran necesarios seis hombres para impedir que me deshiciera el cráneo contra las paredes. ¡Ah! ¿Por qué no me dejaron entonces morir?

La crisis pasó. Los médicos, los cuidados de Tadeo y no sé qué fuerza vivificante de la juventud vencieron el mal, aquel mal que hubiera podido ser un bien tan grande. Curé al cabo de diez días, y no me afligí por ello. Me alegré de poder vivir algún tiempo más para vengarme.