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cuyo aposento me habían conducido; me agarró en silencio de la mano, y, llevándome hacia su cama, descorrió el cortinaje. Allí yacía mi desgraciado tío, sobre su lecho ensangrentado, con un puñal hondamente clavado en el corazón; y por el sosiego de las facciones se conocía que le habían herido en brazos del sueño. La camilla del enano Habibrah, que acostumbraba a dormir a sus pies, también estaba salpicada de sangre, y manchas idénticas se veían en el estrambótico ropaje del pobre juglar, arrojado en el suelo a corta distancia del lecho. No me quedó, pues, duda de que el bufón había sido víctima de su conocida fidelidad a mi tío, y que había perecido a manos de sus camaradas, quizá en defensa de su señor. Echéme entonces con severidad en cara las preocupaciones que me habían hecho concebir juicios tan errados sobre el carácter de Pierrot y de Habibrah, y con las lágrimas que me arrancó el fin trágico y prematuro de mi tío vinieron a mezclarse algunos recuerdos pesarosos de su desdichado enano. Di orden para que se buscara el cuerpo; pero las pesquisas fueron vanas, suponiendo yo que los negros habrían cargado con él y arrojándolo a las llamas; y en las honras fúnebres que hice celebrar a mi padre adoptivo, mandé recitar algunas oraciones por el descanso del alma de su fiel Habibrah.