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—¡Victoria!—gritó en cuanto sintió al tacto reanimárseme el pulso—. ¡Victoria, los negros van de vencida y el capitán ha resucitado!...

Interrumpí su grito de alegría con mi eterna pregunta:

—¿Dónde está María?

Yo aún no había coordinado mis pensamientos; conservaba la idea, mas no el recuerdo exacto de mis infortunios. Tadeo bajó la cabeza. Recobré entonces la memoria, trayendo a la imaginación la horrible noche de mis bodas, y la figura de aquel negro gigante arrebatando a María al través de las llamas, se me renovó cual visión infernal. El horrendo relámpago que acababa de iluminar a la colonia y de enseñar a los blancos un enemigo en cada cual de sus esclavos, me hizo reputar a aquel Pierrot tan bueno, tan generoso, tan fiel, que me debía tres vidas, por un ingrato, un rival y un monstruo. El robo de mi mujer, en la noche de nuestro enlace, me confirmaba en las anteriores sospechas, y claramente reconocí que el músico incógnito de la glorieta era el mismo execrable raptor de María. ¡Cuánta mudanza en tan escasas horas!

Tadeo me dijo que en balde se había afanado en seguir a Pierrot y a su perro; que los negros se habían retirado, aunque su número era muy suficiente para aniquilar nuestras cortas fuerzas, y que el incendio de los bienes de mi familia seguía su curso, sin que fuese posible atajarlo.

Le pregunté si sabía del paradero de mi tío, a