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—¡Pérfido!—le grité, y le apunté con una de mis pistolas.

Pero otro de los esclavos rebeldes corrió a cubrirle del tiro, y, atravesado por la bala, cayó muerto a mis pies.

Pierrot se volvió, y pareció como que me dirigía algunas palabras, y luego se escondió con su presa entre una maleza de cañas medio abrasadas. Un momento después atravesó un perro, llevando en la boca la cuna del hermano menor de María. También reconocí al perro, que era Rask, y, transportado de ira, le disparé la segunda pistola, pero erré la puntería.

Eché a correr como insensato, siguiéndole las huellas; pero mis dos viajes en el curso de la noche, tantas horas pasadas sin tomar descanso ni alimento, mis temores acerca de María, la súbita mudanza del colmo de la fortuna al último grado de las desdichas, tantas violentas emociones del ánimo más aun que las fatigas del cuerpo, habían agotado mis fuerzas. A los pocos pasos empecé a vacilar, se me anubló la vista y di en tierra con un desmayo.

XIX

Al volver en mí, me encontré en la habitación arruinada de mi tío y entre los brazos de Tadeo, que, lleno de bondad, tenía clavados en mí los ansiosos ojos.