nado la noche anterior para ir al Cabo por orden de mi tío, hubiese podido siquiera estar a su lado, y morir junto a ella, y con ella y en su defensa, que casi era no perderla! Tales y tan amargas ideas hicieron subir mi dolor al punto de frenesí. Había en mi desesperación algo de remordimiento.
En esto, mis compañeros clamaron irritados:
—¡Venganza!
Y con el sable en la boca y las pistolas empuñadas en ambas manos, nos metimos por medio de los rebeldes vencedores. Aun cuando en número muy superior, los negros huían al acercarnos; pero delante y detrás, por derecha e izquierda, iban asesinando a los blancos y apresurándose a incendiar el fuerte; nuestro furor se acrecentaba con su cobardía.
A una puerta del castillo se me presentó Tadeo, cubierto de heridas.
—Mi capitán—dijo—: su Pierrot de usted es un hechicero, un obí, como dicen esos condenados negros, o, cuando menos, un diablo. Nos estábamos sosteniendo y ustedes llegaban, con lo que quedaba todo remediado, cuando se entró en la fortaleza no sé por dónde, y cate usted ahí... En cuanto a su señor tío, y su familia... y la señora...
—¿Y María?—le interrumpí—. ¿Dónde está María?
En este momento, un negro de alta estatura salió de entre un parapeto incendiado, llevándose una mujer joven, que gritaba y luchaba en sus brazos. La joven era María; el negro era Pierrot.