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con los ganados que mugían y balaban, y con los efectos de toda especie introducidos en la ciudad por los dueños de haciendas. En medio de tal desorden, iba ya logrando poner mi escasa fuerza en orden, cuando vi acudir hacia mí, a escape tendido, un dragón amarillo, cubierto de sudor y de polvo, y, adelantándome a su encuentro, supe con espanto, a las pocas y entrecortadas palabras que pronunció, que mis temores se habían realizado, que la insurrección se había propagado por las vegas del Acul y que los negros habían puesto sitio al castillo de Galifet, donde se habían refugiado la milicia y los hacendados blancos. Y aquí convendrá decir que el castillo de Galifet era de muy poca importancia, pues en Santo Domingo se le daba aquel pomposo nombre a cualquier fortín de campaña.

No había, pues, ni un momento que perder. Busqué cuantos caballos me fué dable para montar mi tropa, y sirviéndome el dragón de guía, llegamos a la hacienda de mi tío hacia las diez de la mañana. Apenas eché una mirada sobre aquellos magníficos plantíos, convertidos en un mar de llamas que despedían de su seno espesas olas de humo, entre las cuales cruzaban, arrebatados como leves chispas por el viento, gruesos troncos de árboles vomitando fuego. El espantoso crujir del incendio, como que respondía a los aullidos lejanos de los negros rebeldes, a quienes alcanzaba a oír, aunque no a divisar. Sólo me acusaba un pensamiento, del que no podía distraerme la