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pondió agriamente un miembro de la asamblea colonial, llamada general—. Lo decían para ganarse crédito a expensas nuestras; pero tan lejos estaban de creer en un levantamiento formal, que las intrigas de su asamblea fueron las que desde 1789 inventaron aquella famosa y ridícula rebelión de tres mil esclavos en los montes del Cabo, rebelión en la que se redujeron los muertos a un guardia nacional, y aun ése murió a manos de sus propios compañeros.

—Repito—repuso el provincial—que vimos más claro, y la causa es muy sencilla. Nosotros nos quedamos aquí para observar los negocios de la colonia, mientras su asamblea de ustedes se fué a Francia en busca de aquella risible pompa, que acabó en una reprimenda de la representación nacional; ridiculus mus.

El diputado de la asamblea general respondió con amargo desdén:

—Todos hemos sido reelectos unánimemente por nuestros conciudadanos.

—Ustedes—replicó el otro—han dado causa con sus exageraciones a que se paseara por las calles la cabeza del infeliz que entró en un café sin la cucarda tricolor, y de que se ahorcara al mulato Lambert con pretexto de una petición que empezaba por estas palabras inusitadas: “En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.”

—¡Falso!—exclamó el de la general—. Eso proviene de la lucha de los principios con los privilegios, de los jorobados y de los torcidos.