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nos, que tomé con rapidez el camino de la fortaleza para dar la alarma y enviar socorros. Al pasar por junto las chozas de nuestros negros, me quedé admirado de la agitación que reinaba. La mayor parte estaban aún en pie y hablaban entre sí con viveza extraordinaria, de modo que un nombre extraño, Bug-Jargal, se repetía con frecuencia en medio de aquella su ininteligible jerigonza. Logré, sin embargo, coger varias palabras cuyo sentido anunciaba, a mi entender, que los negros de la llanura del norte estaban en insurrección abierta y entregaban a las llamas los plantíos y habitaciones situadas al otro lado de la ciudad del Cabo. A la par tropecé con el pie, al atravesar un pantano, en un montón de hachas y azadones escondidos entre los juncos y los mangles. En zozobra, y no sin causa, hice ponerse al punto sobre las armas a todos los milicianos del Acul, y mandé vigilar a los esclavos. Con esto volvió todo a entrar en el sosiego de costumbre.

Pero, mientras tanto, parecía como si el estrago creciera a cada instante y fuera avecinándose al Limbé; hasta había quien se imaginaba oír el estrépito lejano de los cañones y de las descargas de fusilería. Hacia las dos de la mañana, mi tío, a quien había despertado, no pudiendo calmar su ansiedad, me ordenó dejar en el Acul parte de la milicia al mando del teniente, y, obedeciendo a sus preceptos, porque, según dejé ya dicho, era diputado de la asamblea provincial, salí con el resto de mis soldados en dirección del Cabo, cuando