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Pierrot y a sus funestos vaticinios los arrojé del todo de mi memoria. Vino, al cabo, la ansiada noche, y mi tierna esposa se retiró al aposento nupcial, donde no pude seguirla tan luego como lo apetecía. Un deber penoso, pero indispensable, reclamaba antes mi presencia: el empleo de capitán de milicias exigía que saliese de ronda por los cuerpos de guardia de la vega. Semejante precaución se había hecho en aquella época imperiosamente necesaria, de resultas de los disturbios de la colonia; de los levantamientos aislados de los negros, tentativas que, si bien con facilidad sofocadas, se habían repetido en los meses de junio y julio, y aun a los principios de agosto, en las haciendas de Thibaud y Lagoscette; y de resultas, en fin, y más principalmente, de las pésimas disposiciones de los mulatos libres, agriados y no atemorizados con la justicia, aun reciente, del rebelde Ogé. Mi tío fué el primero en recordarme mi obligación, y tuve que resignarme a cumplirla. Vestí, pues, mi uniforme y salí. Visité los primeros puestos sin encontrar motivos de recelo; pero hacia la media noche, cuando recorría distraído las baterías a orillas del mar, vi despuntar en el horizonte una vislumbre rojiza, que fué creciendo y extendiendo sus resplandores por el lado de Limonade y de San Luis de Morin. Al pronto, los soldados y yo lo atribuímos todos a algún incendio casual; mas un momento después, las llamas se hicieron tan visibles, y el humo, empujado por el viento, acrecentó y espesó a tal punto sus remoli-