—¡María! ¡Boda! ¡Mi vida! ¿Cómo pueden hermanarse tales cosas?
—Es muy sencillo—le respondí—. María, a quien le salvaste la vida también, se casa...
—¿Con quién?—exclamó el esclavo, y sus miradas eran desatentadas y terribles.
—¿Pues no lo sabes?—le repliqué con blandura—. Conmigo.
Entonces su formidable rostro volvió a aparecer amistoso y resignado.
—¡Sí! Verdad es. ¡Contigo!—me dijo—. ¿Y cuál es el día señalado?
—El 22 de agosto.
—¡El 22 de agosto! ¿Estás demente?—repuso con expresión de temor y congoja.
Aquí se detuvo y le miré atónito. Después de un breve rato de silencio, me estrechó la mano con fervor.
—Hermano, en cuanto cabe debo mi boca darte un consejo. Créeme: anda, ve a la ciudad del Cabo y celebra tu casamiento antes del día 22.
En vano quise averiguar el sentido de aquellas enigmáticas palabras.
—Adiós—me dijo con voz solemne—. Quizá ya he dicho demasiado; pero aborrezco aún más la ingratitud que el perjurio.
Me separé, pues, de él lleno de indecisión e inquietud, las cuales, sin embargo, pronto se disiparon entre las ilusiones de mi ventura.
Aquel mismo día retiró mi tío su querella, y yo volví al castillo para dar suelta a Pierrot. Tadeo,