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puerta del calabozo, cantando con tono melancólico la canción española Yo, que soy contrabandista. Cuando hubo concluído, se volvió precipitadamente y me dijo:

—Hermano, prométeme, si en algún tiempo desconfías de mí, disipar todas tus sospechas si me oyes cantar esta tonada.

Su aire era imponente, y sin entender muy a las claras lo que significaban tales palabras: si en algún tiempo desconfías de mí, le juré cuanto apetecía. Tomó entonces la cáscara del coco que cogió el día de mi primera visita, y que desde aquel momento conservaba, la llenó de vino de palmas, me incitó a llevármela a los labios y luego bebió todo el licor de un solo trago. Desde aquel momento ya no me dió otro nombre que el de hermano.

Mientras tanto, yo empezaba a concebir algunas esperanzas. Mi tío se había apaciguado un tanto, y los regocijos para celebrar mi próximo casamiento con su hija le habían inclinado el ánimo a ideas de mayor blandura. A cada paso le hacía presente que Pierrot no llevaba intenciones de ofenderle, sino de estorbarle un acto de severidad quizá excesiva; que ese negro, por su atrevida pelea con el caimán, había salvado a María de una muerte segura; que le debíamos ambos, él a su hija y yo a mi esposa; que, además, Pierrot era el más vigoroso de sus esclavos—porque no soñaba ya en obtener su libertad, sino que se contentaba con su vida—; que él, a solas, trabajaba