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de luz, entrando por la abertura, iluminó de súbito mi semblante. El preso dió un salto como si hubiese puesto por azar el pie sobre una serpiente, y golpeó con la frente las piedras de la bóveda. Una mezcla indescifrable de mil encontrados afectos, una muestra extraña de odio, de cariño y de doloroso asombro, lucieron rápidamente en sus ojos; pero recobrando por un esfuerzo repentino el dominio sobre sus pensamientos, la fisonomía, cuando más no fuera, volvió en menos de un instante al anterior sosiego, y, clavando su vista en la mía, me contempló cara a cara como a un desconocido, diciendo:

—Puedo vivir aún dos días sin comer.

Hice un gesto de horror al reparar entonces en lo descarnado de su aspecto, y él prosiguió:

—Mi perro no quiere comer sino de mi mano, y si yo no hubiera agrandado la claraboya, se habría muerto de hambre el pobre Rask. Más vale que sea yo el que muera y no él, porque, al cabo, de cualquier modo he de morir.

—¡No!—exclamé—. ¡No perecerás tú de hambre!

No me comprendió, y contestó, sonriéndose con amargura:

—Verdad es que hubiera podido vivir aún dos días sin comer; pero siempre estoy pronto, señor oficial, y mejor es hoy que mañana. Lo que pido es que no se le haga daño a Rask.

Entonces me apercibí de lo que daba a entender con su frase estoy pronto. Acusado de un crimen