Página:Bug Jargal (1920).pdf/63

Esta página ha sido corregida
59
 

—Estoy pronto.

—Yo creía—le dije, sorprendido con la soltura de sus movimientos—que tenías grillos.

La emoción me puso la voz trémula, y él pareció no reconocerla. Entonces empujó con el pie algunos escombros, que dieron un sonido metálico, y respondió:

—¡Los grillos! Los he roto.

Y había en el acento con que pronunció tales palabras algo como que daba a entender: “No he nacido para arrastrar cadenas.”

Yo repuse:

—Tampoco me habían dicho que tuvieses un perro.

—Yo le he dado entrada—replicó.

A cada paso crecía mi admiración. La puerta del calabozo estaba cerrada por la parte exterior con triples cerrojos, y la claraboya, que apenas tendría seis pulgadas de ancho, estaba resguardada con dos barras de hierro. Pareció como que comprendía mis cavilaciones, porque, levantándose en cuanto la bóveda, demasiado baja, se lo permitía, movió de su puesto sin esfuerzo un enorme sillar, situado debajo de la claraboya; arrancó las rejas, enclavadas en la pared por encima de esta piedra, y abrió de esta manera un boquete por donde podían entrar dos hombres sin estorbo, y que estaba al andar de una arboleda de plátanos y cocoteros, que cubre el morro adonde el fuerte estaba adosado.

La sorpresa me dejó mudo, y, en esto, un rayo