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a los negros criollos, los que, como ustedes sabrán quizá, profesan por lo común el más profundo desprecio hacia los negros congos, expresión, impropia por lo demasiado general, con la que se designaba en la colonia a todos esclavos traídos del Africa.

Aun cuando parecía absorto en excesiva melancolía, su fuerza extraordinaria, junto a su habilidad maravillosa, le hacían un ente inapreciable para las faenas de la finca. Andaba a la noria por más tiempo y más de priesa que el mejor caballo y a veces le sucedió despachar en un solo día la tarea de diez de sus camaradas, por libertarlos del castigo a que estarían sujetos o por indolencia o por cansancio. Así es que era adorado por los esclavos; pero la veneración que le tributaban, muy diversa del terror supersticioso que les infundía el bufón Habibrah, parecía que dimanaba de alguna causa secreta: era una especie de culto.

—Lo que hay de más extraño—me decían—es el verle tan blando y llano de condición con sus iguales, que se glorian de obedecerle, como altivo y orgulloso con los capataces de nuestras cuadrillas.

Justo, por otra parte, será el decir que estos esclavos privilegiados, eslabones intermedios que en cierto modo ligaban entre sí la cadena de la servidumbre y la del despotismo, reuniendo a la ruindad de su condición la insolencia de su autoridad, se tomaban un placer maligno en colmarle de trabajo y de vejaciones. Parece, sin embargo, que no