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so, el aspecto de este esclavo, y conocí que bien pudiera convenirle a un rey. Entonces, cavilando sobre esta porción de indicios, mis conjeturas se fijaban con ira en el insolente negro y quería mandarle buscar para castigarle... y luego todas mis dudas renacían. A decir verdad, ¿cuál era el fundamento de mis sospechas? Como la isla de Santo Domingo pertenecía en gran parte a España, resultaba de aquí que infinitos negros mezclaban en su lenguaje el idioma español, ya que hubiesen pertenecido primitivamente a colonos de Santo Domingo, ya que hubiesen nacido en su territorio. Y porque aquel esclavo me hubiese hablado unas cuantas palabras en la misma lengua, ¿era esto suficiente, por ventura, para darle por autor de una canción que exigía, a mi entender, un grado de cultura enteramente desconocido de los negros? En cuanto a la singular queja que profirió porque hubiese yo muerto al caimán, anunciaba, es verdad, hastío de la vida; pero nada más fácil de comprender en la condición de un esclavo, sin acudir, a buen seguro, a la hipótesis de un amor imposible hacia la hija de su propio amo. Su presencia en la arboleda de la glorieta pudo muy bien ser casual, y su fuerza y estatura distaban mucho de ser señales suficientes para cerciorarme de su identidad con mi antagonista nocturno. ¿Y por tan débiles indicios había de cargarle ante mi tío de tan terrible acusación y de entregar al implacable encono de su orgullo a un mísero esclavo que mostró tanto valor por de-