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—¿Y de qué lado vino?—le pregunté.

—Del opuesto al lado de donde salía la voz un momento antes, y por donde acababas tú de meterte entre los árboles.

Esta circunstancia contrariaba el enlace, que no había podido menos de buscar mi ánimo, entre las postreras palabras en español que me dirigió el negro y la canción en el mismo idioma que cantaba mi rival desconocido. Otros puntos de semejanza se me habían ya igualmente presentado a la memoria. Aquel negro, de estatura casi gigantesca y dotado de fuerzas tan prodigiosas, podía muy bien ser el robusto adversario que me venció en la lucha de la noche anterior; la circunstancia de estar medio desnudo se convertía así en un indicio evidente. El cantor de la selva había dicho: “Yo soy negro...”, nueva prueba. Se había anunciado por rey, y éste no era más que un esclavo; pero recordé, no sin asombro, el aire de fuerza y majestad grabado en sus facciones, en medio de los signos característicos de la raza africana; el brillo de sus ojos; la blancura de los dientes, que tanto resaltaba en su piel azabachada; lo ancho de su frente prodigiosa, sobre todo para un negro; la soberbia desdeñosa que lucía en el espesor de sus labios y narices, y que inspiraba a sus facciones tanta fiereza y poderío; la nobleza de su porte; la belleza de sus formas, que si bien adelgazadas y abatidas con el cansancio de un trabajo cotidiano, todavía ostentaban un desarrollo casi hercúleo; recordé, repito, en su conjunto grandio-