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IX

Aquella terrible escena, aquel extraordinario desenlace, las emociones de toda especie que habían precedido y acompañado a mis inútiles pesquisas en el bosque, se combinaron para lanzar en el caos mi fantasía. María estaba aún con los sentidos paralizados por el susto, y largo tiempo se pasó antes de que pudiésemos manifestarnos nuestros incoherentes pensamientos, a no ser en miradas y abrazos. Al cabo, yo rompí el silencio diciendo:

—Ven, María; salgamos de este lugar, que tiene algo de funesto.

Ella se levantó con ansia, cual si solo hubiera aguardado mi permiso, y, cogiéndome del brazo, nos alejamos de allí. Entonces le pregunté cómo le había llegado el socorro milagroso de aquel negro en el momento del horroroso peligro que acababa de correr, y si sabía quién fuese aquel esclavo, pues el grosero vestido, que apenas tapaba su desnudez, anunciaba bien claro su ínfima condición.

—Ese hombre—respondió María—es, sin la menor duda, alguno de los esclavos de mi padre que estaba trabajando a orillas del río cuando apareció el caimán y me hizo arrojar el grito que te dió aviso de mi peligro. Lo único que sabré decir es que en aquel mismo instante se lanzó del bosque para acudir en mi ayuda.

Bug-Jargal
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