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A este movimiento, a estas palabras de María, el negro se volvió con ímpetu, cruzó los brazos sobre el hinchado seno y, clavando sobre mi esposa prometida una mirada de dolor, se quedó inmóvil y como sin apercibirse de que el caimán, cerca de él y desembarazado ya del hacha, iba a devorarle. Perdido estaba sin recurso el intrépido negro si, poniendo con prontitud a María en brazos de su nodriza, que más muerta que viva permanecía sentada en el banco, no me hubiese yo aproximado al monstruo y le hubiera descargado en la boca, que tenía abierta, el tiro de mi carabina. El animal, herido, abrió y cerró por dos o tres veces aún las quijadas llenas de sangre y los ojos empañados; pero esto no fué más que un movimiento convulsivo, y de repente se tendió con gran estrépito sobre el lomo, estirando sus patas gruesas y escamosas, y quedó muerto. El negro, a quien acababa de salvar tan felizmente, volvió la cabeza y contempló los últimos estremecimientos del monstruo; clavó en seguida los ojos en tierra, y alzándolos despacio hacia María, que había acudido a refugiarse en mis brazos para disipar el vestigio de sus temores, me dijo, en un tono de voz que indicaba aún más que la desesperación:

¿Por qué le has muerto?

Y luego se alejó precipitado, sin aguardar mi respuesta, y se ocultó entre la espesura de los árboles.