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sombrío! Entonces llorarás el amor que hubiera podido conducirte hacia mí como el alegre kata, el pájaro de amparo en el desierto, guía hasta la cisterna, por los incultos arenales de Africa, al sediento peregrino.

“¿Ni por qué has de despreciar mi cariño, oh, María? Yo soy rey, y mis sienes descuellan entre todas las frentes humanas. Tú eres blanca, y yo soy negro; pero el día tiene que hermanarse con la noche para dar el ser a los rosados matices de la aurora y a los dorados arreboles de la tarde, más bellos ambos que la luz del mismo día.”

VIII

Un prolongado suspiro, que continuó resonando en las cuerdas de la guitarra, acompañó a estas últimas palabras. Estaba yo fuera de mí: “¡Rey! ¡Negro! ¡Esclavo!” Mil ideas incoherentes, despertadas por la inexplicable canción que acabábamos de escuchar, me hervían en el cerebro; un ímpetu violento, una necesidad de aniquilar al ser desconocido que osaba mezclar el nombre de María con sus cánticos de amor y de amenaza, se había apoderado de mi mente. Agarré, frenético, la escopeta y me arrojé afuera; y mientras María, atemorizada, alargaba los brazos para detenerme, estaba ya metido en lo más espeso de la enramada, hacia el punto donde sonó la voz incógnita. Registré la arboleda en todas direcciones, metí el