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“¡Libre y rey, oh, doncella! Y todo esto lo olvidaría por ti; olvidaríalo todo: ¡trono, familia, deberes y venganza! Sí, hasta la venganza; aunque ha llegado el instante de madurar ese fruto amargo y delicioso, que tan tardo crece.”

La voz había cantado las estrofas que anteceden, haciendo pausas repetidas y melancólicas; mas al llegar a las últimas palabras, cobró un acento de terrible energía.

“¡Oh, María! Tú eres como la esbelta palma que a los soplos del aura se mece ufana con blando movimiento, y te miras en los ojos de tu amante cual la palma se mira en las cristalinas ondas de la fuente.

“¡Pero qué! ¿Tú lo ignoras por ventura? ¿No sabes que suele alzarse en el desierto un huracán envidioso al contemplar el bien de la fuente preferida? Mírale que llega, y que el aire y la arena se confunden al batir de sus espesas alas; mírale que envuelve al árbol y al manantial en sus abrasadores remolinos. Y la fuente se agota, y siente la palma marchitarse el círculo galano de sus hojas al influjo de aquel mortífero aliento, y se ve despojada de su brillante adorno, majestuoso cual una real corona y elegante cual una verde caballera.

“¡Tiembla, oh, blanca hija de la Española[1]! ¡Tiembla! ¡No sea que todo alrededor tuyo se convierta luego en un huracán y en un páramo


  1. Primer nombre, según sabrán nuestros lectores, que dió Cristóbal Colón a la isla de Santo Domingo, en diciembre de 1492, año del descubrimiento.—N. del A.