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rror y sorpresa, arrancadas y pisoteadas por el suelo cuantas flores había yo colocado por la mañana; y en su vez, un gran ramo de caléndulas silvestres y recién cogidas puesto en el lugar mismo donde solía ella sentarse. No había vuelto aún de su sorpresa cuando oyó el sonido de una guitarra entre los árboles vecinos, y después una voz, que no era la mía, empezó a entonar con acento suave una canción que le había parecido española, pero de la cual su turbación, y quizá el pudor virginal, no le habían permitido entender otra cosa que su nombre, con frecuencia repetido. Entonces acudió a una huída precipitada, sin que por fortuna encontrara estorbo.

Este relato me llenó de indignación y celos. Mis primeras sospechas se dirigieron al mestizo con quien acababa de tener tan serio altercado; pero en la perplejidad en que me veía, determiné no dar paso alguno de ligero, y consolé a la pobre María, prometiéndole vigilar por su seguridad sin descanso hasta que llegara el momento, ya próximo, en que me fuera lícito protegerla sin disfraz.

Suponiendo, pues, que el atrevido, cuya insolencia había asustado a María a tal extremo, no habría de contentarse con aquella primera tentativa para declararle lo que adiviné ser su amor, resolví aquella misma noche, en cuanto se hubiesen entregado todos al descanso, ponerme de acecho junto a la porción del edificio donde descansaba mi prometida. Escondido en la espesura de las cañas de azúcar y armado de un puñal, me