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cuya misma época había fijado mi tío la consumación de mi enlace con María. Fácil les será a ustedes comprender que la idea de una felicidad tan cercana absorbía todos mis pensamientos, y cuán vagos, por consiguiente, han de ser los recuerdos que me quedan de las discusiones políticas que de dos años a aquella parte estaban agitando nuestra colonia. No hablaré, pues, ni del conde de Peinier, ni de M. de Blanchelande, ni del desgraciado coronel Mauduit, cuyo fin fué tan trágico. No pintaré la rivalidad entre la asamblea provincial del Norte y aquella otra asamblea colonial que usurpó el título de general, juzgando que la palabra colonial olía demasiado a esclavitud. Estas mezquindades, que conmovían a la sazón todos los ánimos, no despiertan ahora el menor interés, a no ser por los infortunios a que dieron margen. En cuanto a mí, si tenía alguna opinión tocante a los celos mutuos que reinaban entre el distrito del Cabo y el de Puerto Príncipe, debía ser, naturalmente, a favor del Cabo, donde residíamos, y asimismo a favor de la asamblea provincial, en que mi tío tenía asiento.

Tan sólo una vez me sucedió tomar parte algo activa en los debates a que daban origen los asuntos del día, y fué a propósito de aquel funesto decreto expedido en 15 de mayo de 1791 por la Asamblea Nacional de Francia, por el que se admitía a la libre gente de color a la participación de iguales derechos políticos que ejercían los blancos. En un baile que dió el gobernador de la ciu-