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los criados europeos, daban en cierto modo a su casa un aire de magnificencia cual la de un gran señor, y para que nada faltase, había conferido al esclavo de lord Effingham el título de su bufón, imitando así a aquellos antiguos barones feudales que mantenían un gracioso entre el séquito de su corte. Es preciso en este punto confesar que la elección había sido en extremo acertada. El mulato Habibrah—que así se llamaba—era uno de aquellos entes cuya conformación física es tan extraña, que nos horrorizarían como monstruos si no moviesen antes a risa. Este espantoso enano era bajo, rechoncho y panzón, y se movía con suma agilidad y rapidez, sostenido en un par de piernecillas tan sutiles y diminutas que, cuando al sentarse las encogía, se asemejaban a las patas de una araña. Su enorme cabeza, macizamente enterrada entre los hombros, estaba cubierta de un pelo rojizo y crespo y adornada de tan enormes orejas que solían decir sus compañeros le servían de paño para enjugarse las lágrimas. Su rostro estaba sin cesar desfigurado por un gesto, sin que jamás el mismo se repitiese; extraordinaria movilidad de facciones que por lo menos confería a su fealdad el mérito de ser variada. Mi tío se le había aficionado a causa de esta poco común deformidad y de su inalterable alegría, y así, Habibrah era su favorito. Mientras que los esclavos restantes gemían, sobrecargados de trabajo, toda la faena de Habibrah estaba reducida a andar detrás de su amo con un inmenso abanico de plu-