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turas para distraer esta noche de vivac, espero, querido, que cumplirá usted su empeño contándonos la historia del perro cojo y la de Bug... qué sé yo cuántos, aquel peñón de Gibraltar.

A esta pregunta, hecha en tono medio serio, medio de broma, no hubiera respondido D’Auverney si todos los demás concurrentes no hubiesen reunido sus instancias a las del teniente. Por fin cedió a tantos ruegos.

—Voy a complacer a ustedes, señores; pero no esperen otra cosa que la relación de una anécdota sencilla, en que no represento sino un papel muy subalterno. Si las relaciones de cariño que existen entre Tadeo, Rask y yo les han hecho esperar algo de extraordinario, desde ahora les aviso que se equivocan, y con esto principio.

Reinó entonces de súbito profundo silencio. Pascual se echó de un trago la calabaza de aguardiente, y Enrique se embozó en su piel de oso, medio roída, para guarecerse del frío, mientras Alfredo cantaba medio entre dientes la canción gallega de La muñeira. D’Auverney se quedó pensativo por unos instantes, como para retraer a la memoria el recuerdo de algunos sucesos, ya casi borrados por impresiones más recientes, y al fin tomó la palabra lentamente, casi en voz baja y con frecuentes pausas.