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cual, picado tanto de la seriedad de Alfredo cuanto de la burla de los restantes, le interrumpió diciendo:

—¡Ah! Eso sí: la escena es muy sentimental; pues vaya, ¡encontrar un perro y quebrarse el brazo!...

—Capitán Pascual, se equivoca usted—le respondió Enrique, arrojando fuera de la tienda la botella que acababa de vaciar—; ese Bug, por otro nombre Pierrot, me tiene en mucha curiosidad.

Pascual, que iba a enfadarse de veras, se apaciguó reparando en que le habían llenado el vaso, y en esto entró D’Auverney y se fué a sentar en su antiguo puesto, sin pronunciar palabra; estaba pensativo, pero con el semblante menos agitado, y tan distraído, que nada oía de cuanto hablaban alrededor suyo. Rask, que le acompañaba, se echó a sus pies, mirándole con sobresalto.

—Mire usted su vaso, capitán D’Auverney; y pruebe éste, que es de lo...

—¡Oh! A Dios gracias—contestó el capitán, figurándosele que acertaba en responder a Pascual—, la herida no es peligrosa, porque el hueso está sano.

Sólo el respeto involuntario que inspiraba el capitán a todos sus compañeros contuvo la carcajada que ya asomaba entre los labios de Enrique.

—Puesto que ya se ha sosegado usted en lo que toca a Tadeo—dijo conteniéndose—, y que nos hemos convenido en contar cada cual nuestras aven-